En Medjugorje, la Virgen me llamó por mi nombre
- Anónimo
- 6 mar
- 2 Min. de lectura

Nunca imaginé que un viaje cambiaría mi vida de esta manera. Cuando decidí ir a Medjugorje, lo hice con el deseo de conocer un lugar del que había oído hablar tantas veces, pero sin esperar nada en especial. Mi fe estaba apagada, mi corazón cansado, y aunque creía en Dios, mi relación con Él era más de costumbre que de amor.
Desde el primer momento en que puse un pie en ese pequeño pueblo, sentí algo distinto. Había paz, una paz que envolvía todo: las calles, la gente, el aire mismo. Pero lo que más me impactó fue la oración. Ver a tantas personas rezando con el corazón, con una fe viva, me hizo preguntarme: ¿qué es lo que tienen ellos que yo no?
Fue en la colina de las apariciones donde mi corazón se quebró. Subí con la intención de pedirle algo a la Virgen, pero cuando llegué, no pude decir nada. En su lugar, sentí que Ella me miraba, que conocía cada herida, cada miedo, cada pecado… y que aun así, me amaba. Por primera vez en mucho tiempo, me permití llorar, no de tristeza, sino de un amor que me sobrepasaba. En ese momento entendí que María me había llevado ahí para recordarme que Dios nunca se había ido, que siempre había estado esperando mi regreso.
La confesión fue otro punto de quiebre. Al hablar con el sacerdote, sentí que era Jesús mismo quien me escuchaba. Me pesaban tantas cosas, pero al recibir la absolución, una libertad nueva nació en mí. Ya no era la misma persona que había llegado días atrás.
Regresé de Medjugorje con un corazón renovado, con la certeza de que soy amado, de que mi vida tiene un propósito y que María, como Madre, me sigue guiando. Ahora rezo con el corazón, confío en Dios y sé que no estoy solo. Medjugorje no fue solo un viaje; fue un llamado de amor, un encuentro real con el Cielo.
Y hoy puedo decir con certeza: De aquí soy, porque aquí mi corazón volvió a latir para Dios.
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